Cuando tengo que elegir un nombre de usuario o algo por el estilo siempre es lo mismo: lo absolutamente común de mis apellidos, García García, hace que las primeras opciones casi siempre estén cogidas. Siempre hay que añadir números o letras, a veces retorcer el orden de las palabras… El email que me asignó la universidad donde trabajo da buena cuenta de ello: lidia.garciag1@um.es. Puntos, números, letras sueltas: casi nunca puedo ser mi nombre a secas.
El otro día oía en el podcast Pobres ratas a kallistixx, christocasas y cristinabarrial comentar lo mucho que fliparon al conocer por primera vez a gente acomodada, a gente que, preguntada por quién era su padre, respondía solamente un nombre y un apellido. Y ya está. Sin más explicación entendían que debía poderse ubicar a la persona y la familia en cuestión. Abogados, médicos, arquitectos, empresarios…el alegre soniquete de los apellidos compuestos, la desenvoltura de pensar que un nombre te ubica por sí solo frente a los demás me resulta tan ajena como a ellos.
Cuando era pequeña soñaba con ser escritora (angelico) y sin saber por qué siempre daba por sentado que mis apellidos iban a ser de alguna manera un problema para llegar a serlo. Pensaba que tendría que buscar alternativas más sonoras, menos comunes; mi nombre simplemente no sonaba a escritora. Luego me di cuenta de que el problema no eran los apellidos en sí, al menos no literalmente, sino que el mundo cultural (el mundo en general) está hecho a la medida de quienes dicen quiénes son sus padres con sólo mencionar un nombre y un apellido. Tan desencaminada no iba, vaya.
Hoy adoro mis dos apellidos: porque son los de mis padres y porque en cierto modo sí me ubican en el mundo sin dar lugar a dudas. El tener que dar más detalles también quiere decir que somos algo más que un nombre y un apellido; aunque ellos tengan el mundo hecho a su medida también tiene que dar algo de angustia ser solo eso, digo yo.